Por Omar Stainer Rivera
“El hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado”.
Ernest Hemingway
En Florence nunca había encontrado a un rival de consideración. Siempre
jugaba para obtener beneficios menores como un cigarrito o una revista
Playboy. Yo tenía mi prestigio bien ganado entre los presos, y prefería
caminar entre casillas blancas y negras que envenenarme con “Sábado
gigante”. En prisión las diversiones son pocas, lo otro que me quedaba
eran las partidas de dominó doble seis por 50 planchas al derrotado.
Bueno, eso de que no había encontrado a un rival de consideración fue
hasta que apareció otro cubano; cuña del mismo palo. El tipo no
impresionaba por su físico, pero se hablaba mucho sobre él: que si era
un espía, que si dominaba no sé cuántos idiomas y hasta ruso, que si
escribía poemas y recibía mil cartas. Puro alarde de prisión, pensé.
Concretar la partida no fue tan fácil, sobre todo porque me llevó un
tiempo encontrarlo en el patio. Y tampoco aceptó mi propuesta de
sacrificar a un rey con su reina a cambio de alguna cosa. Solo logré que
cambiara de parecer cuando dije una palabrita que únicamente tendría
sentido para un cubano. Frunció el seño de una manera muy particular,
hizo una mueca con su boca y puso como condición que se jugara porque
sí, sin ningún tipo de apuestas.
Desde ese día ha pasado mucho tiempo, pero lo recuerdo como si hubiera
sido ayer. Tenía un estilo ajedrecístico diferente al mío, bien plantado
y metódico, mientras yo era arriesgado e impetuoso. Aprendí a
conocerlo, cuando se sabía perdido hacía con su boca la misma mueca que
cuando lo conocí, y entonces yo me las arreglaba para cerrar con broche
de oro y darle la última estocada.
En una ocasión me habló de su madre, la viejita maravillosa que lo
esperaba en Cuba. Esa mujer se echó una familia a cuestas cuando su
padre se murió, y él le había fallado solamente cuando salió corriendo
del barbero, cuando no se dejó inyectar y cuando se escapó para comprar
sellos en Obispo. Me contaba, entre sonrisas y pesares, que después que
llegaba de la Lenin salían tomados de la mano como adolescentes
enamorados, y recorrían las calles de La Habana y hasta comían en el
Mandarín; ¡joder, ya me gustaría a mí comerme una de esas maripositas
chinas! Ese día me sorprendió, porque lo común era que yo hablara como
un papagayo, mientras él ripostaba que esa era la estrategia más vieja
del mundo inventada para sacar de paso y descentrar al rival.
Pero lo primero que me impresionó era que no hablaba de su causa. Los
presos nos pasamos la vida diciéndonos mentiras, que entramos por esto o
por aquello. ¿Por qué un tipo como tú está en este antro de perdición?
“Vine a este país a mezclarme con uno locos de la Florida”. Y el loco
era él, solo que no lo sabía.
La tercera o cuarta vez que jugamos me dijo que algún día me invitaría a
jugar en Santo Suárez, “porque todo vuelve a sus orígenes”. Aunque
después jugó en Víbora Park, en el portal de su vecino Pedro quien no se
separaba de la botella, fue realmente ahí donde aprendió los secretos
del ajedrez, con su tío y sus piezas fabricadas en hueso.
Cuando yo era un muchacho, me gané un jueguito de ajedrez que al cerrar
el tablero las fichas se quedaban dentro; me gustaría saber qué fue de
ese juego, pero a quién diablos le voy a preguntar. Él dice que tuvo uno
parecido; se lo compró su mamá con el último cupón de los 12 años, por
la misma fecha en que se moría su padre.
Un día le dije que era medio mentiroso y se rió con una carcajada exagerada:
- Ah, con que no me crees, pues te cuento que tengo un pariente panameño
que se llama Paco Pérez y que es campeón nacional de su país.
¿Quién se va a creer que alguien tiene un tío campeón de ajedrez, y que para colmo, se llama Paco Pérez?
- Cuando nos veamos en Cuba, te regalaré un juego japonés que me regaló
mi primo Paco Pérez y que me acompañó en Ucrania, Panamá y Estados
Unidos. Es de metal y las fichitas tienen imán para que no se caigan.
Después que le infringí las primeras cinco derrotas se las ingenió para
conseguir unos libros sobre ajedrez. Cuando lo volví a ver le dije que
leyera todo lo que quisiera, pero que ni con trampa me iba a ganar. Leer
esos libros para él fue bueno -me confesó- “porque me recuerdan el día
en que el viejo se apareció con unos libros de Capablanca para
complacerme”.
Y ahí me hizo toda la historia: que si jugó pelota en no sé qué club
antes del 59, que si le hicieron un contrato en Estados Unidos como
pelotero semiprofesional. Yo nunca se lo dije, pero sentía envidia de su
familia.
Lo que si le dije muchas veces era que tenía tipo de conquistador. Yo
quería que me hablara de mujeres, y cuando sentí la suficiente confianza
le pregunté directamente y se sonrío -siempre sonríe-. Tomó un aire,
como si fuera el último aire de alguien que se dispone a un asunto
interminable, y solo atinó a decir “sufrir y amar es una redundancia”.
Unos días después me dijo que su primera novia oficial se parecía a la
Massiel, que con Delgy se comprometió en Ucrania, y que en ese propio
país conoció a una rubita llamada Tania. Al final estuvo Maggie y en la
Lenin se metió hasta en un coro de una danza africana para ganar puntos
en el colectivo femenino.
Había acabado de recibir una carta de Tania -la rusita- y estaba que no
cabía dentro de sí. En el 78 desembarcó en Kiev con Manuel. Él iba a
estudiar algo que tenía que ver con aviones y cosas de esas y el otro
era como económico. La mayor cantidad de muchachas estaban a donde
Manuel, por eso mi amigo no salía de esa facultad. Y de esa manera
conoció a su Tania, una historia que tuvo una carta duración; a veces
las mejores cosas tardan mucho en llegar y se van presurosas.
Después que yo hacía la ceremonia de tumbarle su rey, él hacía la misma
mueca y solo le ponía fin diciéndome “eres un infeluta”. No lo hacía
mucho caso, sobre todo porque no tenía ni puta idea de qué quería decir
con aquello y no me daba la gana de preguntarle. Lo veía como una manera
en la que se desquitaba por no poderme vencer en el ajedrez. Hasta que
no pudo más y él mismo me preguntó si yo sabía lo que quería decir
“infeluta”. “NO”. Se tiró una carcajada rampante y cubana y me dijo
“mira chico, que eres mitad infeliz y mitad hijo de p…”. Y era verdad.
Nunca había conocido a un Silviomaníaco. Le dije que lo había escuchado
solo un par de veces, pero que no me gustaba, y menos cuando se ponía la
mano en la oreja. Él decía que eso era porque yo no lo conocía y me
daba unas clasecitas. La trova, Latinoamérica, protesta, rebeldía. El
tipo cantaba bien, y le recomendé que dejara el ajedrez a un lado y que
se dedicara a la cantadera.
Dice que cuando era un muchacho en su familia hicieron un grupito y que
se presentaron en muchos lugares, hasta en el Pico Blanco del Saint
John. El tipo le metía en la costura al asunto y cantaba a Rafael, “yo
soy aquel…”. En Key West hasta tomó clases de canto gratis del profe de
Maggie, que por cierto, ella hacía óperas en San Carlos, en el mismito
lugar donde habló Martí.
La prisión de Florence es un infierno. La vinieron a poner donde el
diablo dio las mil voces y nadie lo escuchó. Es un pueblito
requetechiquito, al que solo he visto cuando me han trasladado hacia
Denver. Nosotros nos entreteníamos a veces imaginando cómo serían las
personas, entrar a un bar de dos puertas de madera al estilo oeste y
pedir una cerveza. Yo siempre he querido ir hasta Cañon City, la ciudad
más grande del condado Fremont; está como a 12 kilómetros de aquí. Y mi
amigo se ríe de mis cosas, pero es una risa cómplice. Ahora mismo hay un
frío que pela, como dos grados, y él dice que vaya clima para tomarse
una cerveza.
En una ocasión pasamos unos cuantos días sin vernos porque nos habían
decretado el cabrón “lock down”, una especie de castigo colectivo por
algo de lo típico en una prisión. Había escuchado por las tuberías que
están en la parte superior de la celda -una de las vías de comunicación
de los presos- que unos nazis blancos estaban celebrando el cumpleaños
de Hitler y que se fajaron con los negros.
Cuando lo volví a ver y le
puse el tablero delante, cambió la mirada y lo noté alejado y triste.
Entonces me contó que ese domingo lo habían ido a ver su mamá y su
hermana, que se escucharon unos disparos y suspendieron la visita. Nadie
merece eso.
Cuando le comunicaron que sería trasladado de prisión me llamó a un lado y me habló muy pausadamente.
- Te haré una última anécdota: En 9no grado me bequé en la vocacional de
Vento. Un día veo a una gran cantidad de estudiantes jugando ajedrez
durísimo y me acerco y pregunto si se puedo jugar. Me miran como a un
pez que iban a meter al jamo, pero comenzaron a salir derrotados los
mejores jugadores de la escuela. Tal fue la espina que le clavé a uno,
Jorge Vidal, que años después, estando en la Lenin, me invitó a que
jugáramos otra vez y acabó conmigo porque se había dedicado a estudiar
ajedrez. Hoy lo entiendo, así que te espero en Cuba para el desquite;
ah, y para darte el jueguito japonés con imán, y con cerveza.
Y ese día entendí que hay hombres que no conocen la derrota, hombres como mi amigo, que nunca serán derrotados.
NOTA:
Este cuento está inspirado en la vida del Héroe de la República de Cuba
Antonio Guerrero. La mayoría de los pasajes narrados son reales.
Incluso, en Florence había un recluso a quien Tony se le hizo muy
difícil vencer en el ajedrez.