Tributo a Leonard Weinglass
“Por bondad de Dios tenemos en nuestro país estas tres cosas
indeciblemente preciosas: libertad de expresión, libertad de conciencia y
prudencia para no ejercer jamás ninguna de las dos.” Mark Twain
¡¡Descárgalo, imprímelo, difúndelo!!
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En
la madrugada del sábado 12 de septiembre de 1998, con un aparatoso
despliegue de fuerzas, el Buró Federal de Investigaciones arrestó en Miami a Gerardo Hernández Nordelo, Ramón Labañino Salazar, Antonio Guerrero Rodríguez, Fernando González Llort y René González
Sehwerert. Fueron llevados a un centro de detención federal y, de
inmediato, sometidos a confinamiento solitario, en celdas de castigo,
aislados del mundo, en lo que allá se conoce como “el hueco”. En tales
condiciones habrían de permanecer durante los 17 meses siguientes.
Los Cinco
no tenían antecedentes penales, no intentaron escapar o resistir a sus
captores, nunca habían violado ley alguna, ni alterado la tranquilidad
del vecindario. Pero se les negó la libertad provisional bajo fianza a
la espera de un juicio que no comenzaría hasta finales del año 2000 y en
el que serían representados por abogados de oficio designados por el
tribunal, quienes tuvieron que enfrentar numerosos obstáculos para
comunicarse con sus defendidos o para acceder a las evidencias,
clasificadas todas como “secretas”, las cuales todavía son reclamadas,
al día de hoy, por la defensa.
Ya
en la mañana de aquel sábado, la prensa reportaba que oficiales del FBI
se habían reunido, para darles cuenta del suceso, con Ileana Ros-Lehtinen
y Lincoln Díaz-Balart —“legisladores” de prosapia batistiana— y daba
inicio contra los Cinco el “tamboreo propagandístico” para usar una
expresión de Noam Chomsky.
Los
jóvenes, a quienes nadie podía ver o escuchar, serían presentados desde
entonces como “peligrosos criminales” cuyo propósito era, nada más y
nada menos, “destruir a los EE.UU.”.
Un
complicado proceso judicial, el más prolongado de la historia, tras
recorrer una empinada senda hasta las puertas, que les fueron cerradas,
de la Corte Suprema, está ahora en su etapa final, el procedimiento
extraordinario que, en la jerga norteamericana, llaman Habeas Corpus y que debe ser resuelto, ante todo, por la misma Corte que los juzgó en primera instancia.
En
junio de 2010, Gerardo presentó su recurso pidiendo la anulación de su
condena o que se le permita comparecer ante el tribunal para refutar las
falsas acusaciones formuladas en su contra. La Fiscalía se opuso a la
solicitud y el tribunal aún no ha respondido.
A
mediados del pasado año, su nuevo representante legal, Martin Garbus,
introdujo una iniciativa que busca, además, forzar al Gobierno a exhibir
evidencias claves hasta ahora ocultas.
Desde que presentó su moción a favor del Habeas Corpus
de Gerardo, Garbus espera que la gran prensa norteamericana se de por
enterada. Es un jurista eminente involucrado en varios casos que han
tenido alto relieve en los medios, ha escrito libros acogidos muy
favorablemente por la crítica especializada, y sus artículos y ensayos
han encontrado espacio en publicaciones de amplia circulación. Se le
considera como uno de los principales expertos en el sistema judicial de
EE.UU.,
especialmente en cuestiones relacionadas con la Primera Enmienda de la
Constitución. Su solicitud trata que el gobierno sea obligado a revelar
la información relativa a la conjura con un grupo de “periodistas” que
recibieron pagos de agencias oficiales mientras atendían el caso en que
su representado era el principal acusado.
Él
insiste en que la batalla legal en que ahora está enfrascado tiene un
carácter excepcional, sin precedentes, en la trayectoria de ese país.
Sin embargo, apenas atrae la atención del público. Algo aún más
sorprendente ya que en el centro de su demanda están, precisamente, los
medios y el papel de la prensa.
Ya en agosto de 2005, el panel de la Corte de Apelaciones había decidido por unanimidad anular el juicio que tuvo lugar en Miami
contra Gerardo y sus cuatro compañeros condenados allí por luchar
contra los grupos terroristas anticubanos que operan desde esa ciudad.
El argumento principal de los jueces fue que aquel proceso había sido,
en realidad, una crasa violación a los principios constitucionales. Más
que un juicio, fue, según los magistrados, “una tormenta perfecta de
prejuicios y hostilidad”.
Al
año siguiente se filtró, en un artículo que dejó sin empleo a su
redactor, que esa “tormenta perfecta”, desatada en la prensa local,
había sido financiada por el Gobierno, con recursos extraídos del
presupuesto federal. Desde entonces, septiembre de 2006, varias
organizaciones de la sociedad civil norteamericana han hecho incansables
gestiones para que el gobierno muestre lo que esconde acerca de esa
operación: ¿cuántas personas participaron, cuánto les pagaron, quién la
dirigió y cómo se realizó?
Pese
a que el gobierno se ha resistido a los esfuerzos realizados al amparo
de la denominada Ley de Libertad de Información ha sido posible reunir
algunos datos que prueban que se trató de una operación multimillonaria
cuyas dimensiones, aún desconocidas en su totalidad, carecen de punto de
comparación en el pasado estadounidense.
Garbus
ha acompañado su petición con una declaración jurada en la que,
poniendo en juego su autoridad moral y su prestigio profesional,
denuncia frontalmente la conducta ilegal del Gobierno y la entraña
corrupta de la conspiración. En su declaración aporta nuevos datos,
fruto de una investigación acuciosa y difícil, sobre los “periodistas”
pagados por el gobierno: todos, sin excepción, están vinculados con o
pertenecen a conocidos grupos terroristas, algunos fueron condenados
como tales por tribunales norteamericanos y aún promueven abiertamente
el culto a la violencia. Esos “periodistas” inundaron los medios locales
con miles de artículos e informaciones —más de cinco por día durante el
desarrollo del proceso— que se repetían día y noche en las emisoras
locales de radio y televisión, una campaña de la que nadie podía
escapar, en ninguna parte de la comunidad miamense.
Ese
ambiente se produjo, incluso, antes del comienzo del juicio durante la
etapa de selección de las personas que integrarían el Jurado, la mayoría
de las cuales expresaron temores por las consecuencias que para ellas y
sus familias tendría un fallo absolutorio, y recordaron los violentos
disturbios asociados al secuestro del niño Elián González cuya
liberación, mediante una acción sorpresiva de fuerzas especiales
enviadas desde Washington, acababa de ocurrir.
La
labor de los “periodistas” no se limitó a las actividades normales de
quienes desempeñan ese oficio. Desde la instalación del tribunal, junto
con la intensificación de la campaña mediática, se repitieron incidentes
con los miembros del Jurado y también con abogados defensores y
testigos que se quejaron a la Jueza Lenard por la persecución y el
hostigamiento a que eran sometidos por los “periodistas”. La Jueza, por
su parte, no solo reconoció que existía miedo entre los jurados causado
por las acciones de los “periodistas” sino que pidió a la Fiscalía que
la ayudase a poner fin a esa situación. Como consta en las actas del
tribunal, la señora Lenard lo hizo desde los días iniciales hasta el
final de un juicio que duró siete meses. Obviamente, sus ruegos no
fueron escuchados. Era imposible que el Gobierno la ayudase porque era
precisamente el Gobierno el que organizaba, pagaba y dirigía a los
provocadores, algo que la jueza, como el resto del mundo, desconocía.
Además
de utilizar a los “periodistas” incluidos secretamente en su nómina el
Gobierno ejerció su influencia para que los medios locales contratasen
para desempeñar similar función a individuos que nunca habían ejercido
la profesión, algunos incapaces de redactar un par de cuartillas, que
eran veteranos agentes de la CIA o habían sido miembros de la brigada
mercenaria derrotada en Playa Girón, o habían cumplido condenas por acciones terroristas en Cuba o en EE.UU.
Toda la operación fue también un imperdonable agravio al periodismo,
una profesión cuyos principios y valores fueron groseramente pisoteados
por el gobierno, hecho absolutamente sin precedentes, que no había
ocurrido antes y que, al menos hasta ahora, no se ha repetido en EE.UU.
La conspiración mediática tuvo un doble carácter. Por una parte los medios locales de Miami
fueron empleados como instrumentos para imponer un ambiente de odio
irracional, de verdadera histeria colectiva que condenaba de antemano a
los acusados y, como si esto fuera poco, para asegurar el veredicto
anticipado, impusieron el terror sobre los miembros del jurado. Por la
otra parte, fuera de Miami, han decretado la más férrea censura silenciando completamente el caso de los Cinco.
El
juicio más largo en la historia de Norteamérica; en el que participaron
como testigos almirantes, generales y altos oficiales, incluyendo un
asesor principal del Presidente de EE.UU.;
en el que rindieron testimonio, sin mostrar remordimiento, varios jefes
terroristas, algunos vistiendo sus atuendos guerreros; un juicio que
involucró las relaciones internacionales y cuestiones de seguridad
nacional y terrorismo, temas que la prensa norteamericana seguía con
obsesión, en pleno auge de la guerra de Bush contra el terrorismo.
Ese juicio, sin embargo, no tuvo la más mínima cobertura en los medios de comunicación de EE.UU.
Ni una palabra apareció nunca en los grandes diarios o revistas, ni en
las cadenas de televisión o de radio, ni siquiera en los canales
televisivos que, dedicados a reseñar, exclusivamente los pleitos de
tribunales, trasmiten veinticuatro horas todos los días. Ni una palabra.
Curiosamente, los corresponsales de esos medios nacionales en Miami
reportaban el juicio cotidianamente pero solo para sus audiencias
locales y algunos participaban también gozosamente en el asedio
constante a los atemorizados miembros del Jurado.
El
silencio mediático sigue acosando a los Cinco héroes cubanos a lo
largo de un prolongado proceso apelativo que aún continúa.
Sistemáticamente han ocultado momentos importantes de la contienda legal
que habrían sido noticia si no hubiera existido la orden de no
divulgarlos. Prácticamente nada se ha publicado sobre: la decisión de
Agosto de 2005 del panel de la Corte de Apelaciones anulando lo sucedido
en Miami
y disponiendo se celebrase un nuevo juicio en otra sede; la decisión de
esa misma Corte, en 2009, revocando las sentencias impuestas respecto
al Cargo 2 (Conspiración para cometer espionaje) porque, unánimemente,
los 14 jueces determinaron que en este caso no había nada que afectase
la seguridad nacional de EE.UU.
ni prueba alguna de espionaje; el recurso presentado por la propia
Fiscalía en mayo de 2001 y su solicitud de retirar la acusación
formulada contra Gerardo (Cargo 3, Conspiración para cometer asesinato)
reconociendo que no podía sustentarla. Estos son tres ejemplos de
acontecimientos que merecieron titulares de primera página pero fueron
deliberadamente sepultados.
La
lista de omisiones es larga. Solo agregaré las numerosas ocasiones en
las que el Gobierno y el propio tribunal admitieron que la verdadera
acusación contra los Cinco era la de haber luchado en Miami
contra los grupos terroristas y que proteger a estos era el objetivo
del juicio. El propósito de respaldar a los terroristas fue más allá del
injusto y desmesurado castigo carcelario a los Cinco. A las sentencias
impuestas a todos —incluso a Gerardo, condenado a morir dos veces en
prisión— les fue agregada, a petición del gobierno, la llamada cláusula
de “incapacitación”, o sea, la prohibición específica, una vez fuera de
prisión, de intentar cualquier daño a los terroristas. Por extraño que
parezca esa delirante restricción allá mantiene plena vigencia. A René González, quien está ahora retenido contra su voluntad en territorio norteamericano1.
se lo recordó la Jueza al salir de la prisión: “Como una condición
especial adicional de la libertad supervisada se le prohíbe al acusado
acercarse o visitar lugares específicos donde se sabe que están o
frecuentan individuos o grupos tales como terroristas”. Todo lo anterior
puede encontrarse visitando el sitio oficial del Tribunal del Sur de la
Florida y leyendo el caso EE.UU. versus Gerardo Hernández et al. Ahí está la verdad de este caso, disponible para quien se atreva a divulgarla.
Tampoco
han dado cuenta los grandes medios norteamericanos de los incontables
reclamos a favor de los Cinco del Grupo de Trabajo sobre Detención
Arbitraria de la ONU o de Amnistía Internacional, o de varios
parlamentos nacionales, o el número excepcionalmente elevado de Amicus
(documentos de apoyo) dirigidos a la Corte Suprema de EE.UU.,
suscritos, entre otros, por diez Premios Nobel y por centenares de
organizaciones y personalidades, incluyendo juristas, parlamentarios y
religiosos de todo el planeta.
Hasta ahora han hecho caso omiso al Habeas Corpus,
la Declaración Jurada y otros documentos presentados por Martin Garbus.
Entre tanto, el gobierno no solo se opuso a esta petición, también le
ha pedido a la Corte que la elimine, que no quede siquiera en la
historia legal del caso y la haga desaparecer por completo. Esta
insólita acción de la Fiscalía, por supuesto, tampoco ha sido noticia.
El
gobierno quiere evitar cualquier examen de su operación secreta con un
grupo de “periodistas” para lograr la más severa condena de cinco
personas inocentes. Trata de impedir a toda costa que el asunto sea
discutido y que trascienda a la opinión pública porque sabe que se trata
de una clara violación a la Constitución y un acto de prevaricación sin
precedentes que lo obligaría a poner en libertad inmediatamente a
Gerardo y sus compañeros. Nunca antes se conoció de semejante
transgresión a las normas del debido proceso. La jurisprudencia
norteamericana está repleta de casos en que por faltas incomparablemente
menores, incluso por errores procesales o técnicos, los juicios han
sido anulados y los acusados devueltos a la libertad.
El
eje de la campaña mediática —sobre la que Washington no quiere que se
hable— fue la acusación contra Gerardo, su supuesta participación, que
el propio gobierno reconoció le fue imposible probar, en el incidente
del 24 de febrero de 1996 provocado por la intromisión ilegal en
territorio cubano de tres aeronaves de un grupo terrorista asentado en Miami y el derribo de dos de ellas por la defensa antiaérea cubana.
Este
cargo completamente inventado no formaba parte de la acusación inicial y
fue incorporado medio año después del arresto de los compañeros
mientras ellos estaban encerrados en “el hueco”, imposibilitados de
replicar. Lo agregaron tras un intenso despliegue noticioso sobre los
reclamos de los grupos terroristas y de reuniones entre ellos y los
fiscales que culminaron en la presentación de una imputación
completamente falsa que envenenó aún más el ambiente y habría de ocupar
más tarde la mayor parte del juicio.
La
falsedad absoluta de ese cargo está perfectamente documentada. Según el
Acta acusatoria el FBI había descubierto quién era Gerardo y lo que
hacía en Miami,
por lo menos desde 1994, dos años antes del suceso, pero no lo
arrestaron ni lo acusaron entonces cuando la ciudad era dominada por la
histeria anticubana con manifestaciones llamando a la guerra y mientras
en la Casa Blanca, según registra Clinton en sus Memorias, se
le proponía al Presidente bombardear a Cuba. ¿Quién puede creer que no
habrían actuado contra el “culpable” del incidente si lo hubieran tenido
allí mismo en Miami
controlado por el FBI? Tampoco lo acusaron cuando lo detuvieron casi
tres años más tarde, el 12 de septiembre de 1998. La calumnia surgió
solo después, en mayo de 1999, luego de lanzarla en los medios y
convertirla en el tema predilecto de la Fiscalía y sus “periodistas”.
Tan falaz y endeble era la imputación contra Gerardo que así lo
reconoció la misma Fiscalía, como ya se dijo, en mayo de 2001, poco
antes del veredicto. A esas alturas era ya demasiado tarde, pues el
Jurado, víctima del terror, solo emitiría un fallo de culpabilidad.
Gerardo fue condenado a morir en prisión por un supuesto delito que ya
no era sostenido por los acusadores.
Pero,
para colmo, lo castigaron por un “crimen” que no existió, algo que
sabían desde el primer día las autoridades norteamericanas quienes han
mentido y mienten procazmente sobre el acontecimiento y sus
consecuencias. Para respaldar esta afirmación es preciso dar mi
testimonio personal.
Manhattan fue testigo
Poco
después de haber llegado a New York, en el verano de 1996, encontré a
un amigo que era el conductor del principal noticiero de una de las
cadenas nacionales de televisión. En aquellos días, era escasa la
actividad diplomática en Naciones Unidas y a él le sorprendió
encontrarme allí cuando la modorra estival parecía esquivar cualquier
novedad.
Le conté que venía de Montreal donde el Consejo de la Organización de Aviación
Civil Internacional acababa de aprobar su informe sobre lo ocurrido el
24 de febrero de ese año. En los próximos días, el Consejo de Seguridad
de la ONU lo discutiría en una reunión en la que me correspondería
representar a Cuba.
Mi
sorpresa fue mayor que la suya cuando le escuché decir que no
reportaría esa reunión como tampoco lo harían las otras cadenas
nacionales. “No diremos absolutamente nada”, me dijo, “aunque te pares
en medio de la reunión y le arrojes un vaso de agua a la cabeza de
Madeleine Albright”, refiriéndose a la dama que entonces era la
embajadora norteamericana ante la ONU y que después sería Secretaria de
Estado.
De
todos modos me pidió organizar un encuentro al que invitaría a unos
pocos especialistas de su empresa para examinar el tema, obviamente “off the record”
puesto que para ellos era un terreno vedado. Lo hicimos en su oficina,
desde cuyos ventanales podía verse el animado desplazamiento de personas
y vehículos en la cercana Avenida Broadway.
Llevé
el documento elaborado por los investigadores de la OACI y se los
expliqué párrafo a párrafo. Las peripecias de la comisión encargada de
esclarecer lo sucedido, su infructuosa búsqueda en EE.UU.
de testigos y datos elementales que había forzado a postergar varias
veces la discusión en el Consejo de la OACI hasta el último día, justo
para concluir su sesión anual. Las dudas, objeciones y protestas de
varios miembros del Consejo.
La
naturaleza de las aeronaves empleadas en la provocación a las que los
medios norteamericanos bautizaron para siempre como “avionetas civiles
desarmadas” pese a que, en los manuales oficiales norteamericanos que
les mostré, se precisa su uso como el avión O-2 en tareas paramilitares
como las que desempeñó en la guerra de Vietnam. En el caso específico de
las involucradas en el incidente habían participado en la guerra recién
concluida en El Salvador y el Informe incluía fotos que mostraban todavía en algunos fuselajes la inscripción USAF (Fuerzas Aéreas de EE.UU.).
Referí la larga lista de provocaciones anteriores, nuestras protestas
oficiales y el intercambio de notas diplomáticas incluyendo aquellas en
las que el Departamento de Estado pedía datos sobre las violaciones
cometidas, agradecía su entrega y nos comunicaba que habían iniciado el
proceso para retirarle su licencia de vuelo a José Basulto, el jefe del
grupo y responsable de ataques con bombas contra Cuba desde los años 60.
Comenté
también que habíamos hecho gestiones discretas a altos niveles de las
que resultó la promesa de poner fin a las provocaciones.
La
investigación de la OACI registraba el testimonio de funcionarios
norteamericanos que señalaron estar advertidos de antemano de que algo
iba a ocurrir y habían tomado medidas previamente para documentar el
suceso. En paradoja incomprensible, sin embargo, solo entregaron a
última hora las informaciones contradictorias de algunos de sus radares y
comunicaron que otras habían sido destruidas sin explicación.
Se
negaron a la solicitud que entonces les hiciera la OACI para acceder a
las imágenes que del incidente habían tomado los satélites
norteamericanos. Hacer imposible que nadie más pueda ver esas imágenes
ha sido y es la terca posición de Washington todavía 16 años después del
incidente.
Los
únicos objetos de las avionetas destruidas fueron encontrados por Cuba
dentro de su mar territorial a cuyas aguas solicitaron permiso para
entrar los navíos norteamericanos después de su infructuosa búsqueda
fuera de nuestros mares. A pesar de que, como lo sabe cualquiera, las
corrientes marinas en esa zona los habrían alejado de nuestro espacio e
impulsado hacia el norte.
El único testimonio “imparcial” que hallaron los investigadores fue el de un marino de origen noruego, pero radicado en Miami, capitán del crucero Majesty of the Seas
que tiene su sede y opera desde esa ciudad y quien les fue presentado
por las autoridades norteamericanas. Según este señor, había visto
ocurrir el derribo en un punto de las aguas internacionales aunque muy
próximo a Cuba. Alegó haber hecho algunas anotaciones en un pedazo de
papel y solo las inscribió en su bitácora después de ser visitado por
oficiales del Buró Federal de Investigaciones. Ningún otro tripulante,
nadie más de quienes iban a bordo del crucero fue entrevistado. Datos
curiosos: la empresa que opera ese barco es uno de los principales
contribuyentes de la Fundación Nacional Cubano-Americana y el capitán es
un notorio militante “anticastrista”. Estos reveladores detalles no
aparecen en el Informe de la OACI aunque sus redactores sí dejaron
constancia de que no habían podido comprobar independientemente dónde
estaba el Majesty of the Seas cuando ocurrió el incidente.
Fue
un intercambio animado y respetuoso. Mis interlocutores, pese a ser
periodistas especializados en cuestiones internacionales, manifestaron
total desconocimiento del asunto, de su contexto y antecedentes y
expresaron sincero interés por aprender, sin dejar de manifestar
frecuentemente su asombro.
La
conversación derivó hacia la Ley Helms-Burton que el Presidente Clinton
había promulgado pocos meses antes. Todos los interlocutores lamentaron
el agravamiento de las relaciones con Cuba y repitieron al unísono que
lo más deplorable del asunto era que el incidente había puesto fin a los
esfuerzos del inquilino de la Casa Blanca por mejorar la situación y lo
había forzado a aceptar un texto al que él y sus principales asesores
se oponían.
El coro se interrumpió cuando les dije simplemente: “You are dead wrong” y les mostré otro documento al tiempo que les conté cómo llegó a mis manos.
Ocurrió
también en Manhattan casi un año antes, en 1995. Estaba reunido, en
absoluta privacidad, con una persona que ocupaba entonces un alto cargo
en el Departamento de Estado y sigue perteneciendo hoy a ese organismo.
Para la fecha ya el proyecto de Ley había recibido la aprobación de la
Cámara de Representantes y se especulaba, entre los entendidos, si
recibiría también el voto del Senado que dependería de la actitud que
frente al texto tuviese la Casa Blanca, y la persona con quien charlaba a
solas cerca del siempre apacible East River me preguntó cómo yo
apreciaba la situación. Me embarqué en un análisis basado en la
información a mi alcance hasta que me interrumpió: “You are dead wrong”
y me entregó el documento que ahora les mostraba a periodistas
especializados en problemas internacionales de una red de televisión que
abarca toda Norteamérica y va más allá.
Se
trata del texto de la Ley Helms-Burton y el intercambio electrónico
entre la dirección del Departamento de Estado y los principales jefes
del Consejo de Seguridad Nacional en el que estos últimos, de modo muy
explícito, daban luz verde al engendro legislativo.
No
fue esa la única vez que coloqué ante los ojos de algún periodista
norteamericano un documento que prueba irrefutablemente que la
Administración Clinton había aceptado la Ley Helms-Burton desde 1995,
mucho antes del incidente de 1996, el cual sería utilizado después como
falaz justificación para lo que ya había sido pactado con anticipación.
Me he cansado de enseñarlo a quienes se supone tienen el oficio de
informar. Ninguno lo convirtió en noticia. Nadie ha dicho nada jamás
sobre su existencia. Tampoco lo hicieron los que participaron en aquel
encuentro en el corazón de Manhattan. Se pasaron el documento, mano a
mano, lo revisaron uno tras otro, mientras yo los miraba a la espera,
inútilmente, de alguna reacción. El silencio fue total. Solo lo
interrumpía el bullicio que llegaba del exterior.
Para
concluir la reunión, el siempre recordado amigo dijo más o menos estas
palabras: “¿Comprenden ahora por qué no podemos publicar nada sobre este
tema?”.
Cuando me retiré, ya los letreros publicitarios de la gran avenida reemplazaban la claridad disipada del atardecer.
Un
par de días después se celebró la reunión del Consejo de Seguridad, de
la que salió la señora Albright seca y sin un solo rasguño. Ningún medio
norteamericano publicó nada sobre esta discusión en la ONU.
Años
más tarde, alejada ya ella de responsabilidades gubernamentales, en una
entrevista televisiva la vi confesar que aquella reunión del Consejo de
Seguridad había sido su experiencia diplomática más difícil. Como había
sido totalmente silenciada por los grandes medios me temo que nadie
entendió sus palabras.
El
derribo de las avionetas fue utilizado como burda excusa para enrarecer
aún más las relaciones entre los dos países. Resonaron entonces los
tambores de la guerra y como alternativa se intensificó el bloqueo
económico que fue, además, codificado con la Ley Helms-Burton,
vergonzoso adefesio que el Presidente Clinton firmó en grotesca
ceremonia en la que abdicó prerrogativas presidenciales, gesto sin
memoria en las crónicas de la Casa Blanca.
El
incidente, además, ilustra como pocos el papel no solo desinformativo
sino también embrutecedor de las grandes corporaciones mediáticas.
Gracias a una censura que es tan eficaz como insidiosa, pues se ejerce
sobre un pueblo al que se le hace creer, cínicamente, que está más
informado que nadie, multiplicando incesantemente la mentira y castrando
el espíritu crítico al reducir la capacidad de análisis con la
constante repetición de fórmulas y consignas a la usanza de la
publicidad comercial, esas corporaciones imponen una verdadera dictadura
de alcance global, pero que convierte al pueblo norteamericano en su
primera y principal víctima.
Se
ha hecho pensar a muchos que el 24 de febrero de 1996 —cuando Cuba
atravesaba la peor crisis económica de todos los tiempos y no contaba
con el apoyo de ningún otro estado— el gobierno cubano había decidido
provocar la guerra con EE.UU.,
atacando aviones norteamericanos en aguas internacionales. La
irracionalidad de semejante teoría salta a la vista. Cuba no habría
tenido nada que ganar y sí muchísimo que perder con una conducta que
hubiera sido un absurdo suicidio colectivo.
¿Cómo explicar tal actitud en un país que nunca, en toda su historia, ha sido agresor de nadie?
Los
antecedentes están perfectamente documentados aunque totalmente
silenciados. Antes de febrero de 1996, el grupúsculo terrorista
autodenominado Hermanos al Rescate había realizado decenas de
incursiones al territorio nacional, todas y cada una de ellas
protestadas por Cuba ante el Departamento de Estado y denunciadas
públicamente.
El suceso del 24 de febrero de 1996 fue precedido de reiteradas advertencias de La Habana
por canales diplomáticos y otras vías privadas, pero también
abiertamente ante los medios de comunicación social. El jefe del grupo
provocador había hecho también repetidas declaraciones públicas,
desafiando las leyes norteamericanas, anunciando la continuación de sus
vuelos y alardeando de que seguiría haciéndolo porque Cuba estaba
supuestamente en una situación tan crítica que no podía defenderse.
En
cualquier caso, la acusación contra Gerardo es también un insulto a la
inteligencia y al sentido común. Hace mucho tiempo que existen los
radares que son los instrumentos que todos los estados emplean para
detectar los movimientos de los aviones. Los datos sobre todos los
vuelos entre Miami y La Habana,
incluido el del 24 de febrero de 1996, los recibieron las autoridades
cubanas de los controladores de vuelo del país vecino desde que las
aeronaves despegaron. Para recibir esas informaciones, en tiempo real,
no se requería de los servicios de nadie más. Que ese día ocurriría un
vuelo lo había anunciado Basulto mucho antes en provocadoras y
estridentes declaraciones que disfrutaron amplia difusión.
Toda
la discusión técnica acerca del lugar exacto donde ocurrió el
lamentable suceso debería resultar muy esclarecedora para cualquier
persona con capacidad de razonar. Estamos hablando de distancias aéreas
que se miden en segundos de diferencia. El gobierno de Washington
reconoció que la aeronave que conducía Basulto había penetrado el
territorio cubano y por eso le retiró la licencia de piloto. En cuanto a
las dos avionetas derribadas que siempre acompañaron e iban próximas a
la de Basulto, Washington alega que estaban fuera de nuestro territorio,
aunque muy cerca de él, cuando fueron interceptadas. Según el informe
de la OACI, sin embargo, desde que llegaron frente a la capital las tres
volaron juntas en línea recta rumbo sur hasta que se produjo la
interrupción del vuelo. Tómese en cuenta que, en cualquier caso, incluso
en la versión norteamericana, en unos pocos minutos habrían atravesado
la ciudad de La Habana y cruzado la Isla hasta la costa sur.
Se
podrá discutir eternamente la ubicación precisa del lugar donde se
produjo el hecho, pero nadie cuestiona que ocurrió muy cerca de la Isla
de Cuba y de la zona de mayor concentración urbana, el centro de la
ciudad de La Habana.
La acción de los cazas cubanos tuvo un carácter eminentemente
defensivo, no se realizó dentro del mar territorial norteamericano, ni
cerca de él, ni siquiera dentro del ancho espacio internacional que
separa ambas fronteras marítimas. Toda la discusión técnica giró acerca
de la distancia del hecho y la línea fronteriza cubana, distancia que en
términos de velocidad aérea se mide en segundos, pero nadie cuestiona
que ocurrió en un punto muy próximo a lugares por los que, en ese
instante, un pueblo inerme se movía libre y confiado, ajeno por completo
al peligro.
Aquella
tarde de sábado frente al litoral habanero se realizaba una competencia
deportiva acuática y a lo largo del Malecón se hacían los preparativos
para el último desfile del carnaval, mientras miles de habaneros se
desplazaban hacia el estadio de béisbol para asistir a un juego decisivo
entre el equipo insignia de la capital y uno de sus principales
rivales, mientras que muchos otros, en la Universidad y junto al Malecón
celebrábamos el cuadragésimo aniversario de la fundación del Directorio Revolucionario.
¿Cuál
habría sido la respuesta norteamericana si una provocación parecida se
hubiera producido cerca de la desembocadura del río Hudson frente a la
isla de Manhattan?
En
cuanto a la patraña sobre el carácter “civil” de las avionetas, pese a
que así las bautice con machacona insistencia la propaganda yanqui, lo
que define su carácter no es la supuesta naturaleza intrínseca de las
aeronaves sino su uso, tal como prescriben los protocolos de la OACI.
Los aviones empleados en las acciones terroristas del 11 de septiembre
de 2001 eran aparatos comerciales que transportaban pasajeros pero a
nadie se le ocurriría decir que su vuelo tenía un carácter civil.
Chomsky
empleó el calificativo de “disciplinados” para describir a los grandes
medios de comunicación norteamericanos. Su relación con las autoridades y
con los dueños de los principales resortes de la economía —los grandes
propietarios que según los redactores de la Constitución debían ser
quienes gobernasen el país y así lo han hecho desde la independencia de
las Trece Colonias— es muy específica y peculiar. No opera con los
resortes comunes a las dictaduras tradicionales como las que sufrieron
en muchas ocasiones los países latinoamericanos. Allá no instalan
censores en las salas de redacción para dictaminar sobre lo que puede o
no publicarse. El sistema es más sutil y resulta más eficaz.
Se
basa en un dato fundamental de la realidad contemporánea. Los diarios y
revistas principales, al igual que la radio y la televisión, no son,
como antaño, vehículos independientes para la diseminación de
informaciones y opiniones. Quienes los poseen integran poderosos
conglomerados que controlan otras actividades de la llamada industria
cultural y del entretenimiento, y están estrechamente asociados, a su
vez, con otras ramas de la economía. Los dueños de los medios de
información, en otras palabras, son inseparables de los grupos
monopólicos que en EE.UU.
ejercen el verdadero poder. Nadie tiene que obligarles a mentir o a
ocultar la verdad si eso es lo que conviene a intereses que también son
suyos. Lo saben los directores de esos medios y los periodistas bien
informados. Basta una llamada telefónica para recibir la “guía
informativa” que allá todos conocen lo que significa.
Ese es, en el fondo, el obstáculo principal que encaran los Cinco luchadores antiterroristas cubanos presos en EE.UU.
Gerardo lo dijo hace ya bastante tiempo. Solo “un jurado de millones” les hará justicia.
¿Cómo
formar ese jurado? ¿Qué hacer para que la verdad llegue a millones de
personas que no la conocen porque dependen de los grandes medios para
saber qué pasa en el mundo que los rodea? ¿Cómo hacerlo si esos medios
se empeñan precisamente en ocultarla?
Para
ello se requiere multiplicar los esfuerzos que se llevan a cabo en todo
el mundo, para que alcancen niveles superiores, en amplitud y eficacia,
hasta transformarse en una fuerza social real capaz por sí misma, sin
contar con los dueños de la información, de movilizar a la opinión
pública en los EE.UU.
y obligar a su Presidente a hacer lo que debe y puede hacer: poner en
libertad inmediatamente y de modo incondicional a los Cinco, a todos y
cada uno de ellos, sin excepción alguna.
Esa es una facultad que la Constitución otorga, de manera exclusiva y sin limitación de ningún tipo al Presidente de los EE.UU. Para Barack Obama no debería ser difícil si se basa en lo que en esta materia ha heredado su Administración.
Contra
los Cinco se formularon dos Cargos importantes: el Cargo Dos
(conspiración para cometer espionaje) y el Cargo Tres (conspiración para
cometer asesinato). Los fundamentos de ambos habían sido demolidos por
un tribunal superior o por la propia Fiscalía antes que Obama fuera
electo Presidente.
La
Corte de Apelaciones ya determinó por unanimidad que las sentencias
relacionadas con el supuesto espionaje eran ilegales y las anuló.
La Fiscalía de George W. Bush admitió su fracaso respecto al Cargo Tres y pidió retirarlo en una acción excepcional (Emergency Petition for Writ of Prohibition).
Sin
embargo, el arbitrario castigo discurre ya por su décimoquinto año.
Mientras ellos cumplían su injusto encierro, otros individuos fueron
sancionados en EE.UU.
por espionaje real o incluso por la comisión de actos terroristas y
salieron en libertad porque les fueron impuestas sentencias
incomparablemente menores. Desde luego, ninguna de esas personas eran
patriotas cubanos juzgados en Miami.
La
cruel injusticia contra Gerardo, Ramón, Antonio, Fernando y René es,
por encima de todo, un mensaje muy claro para todo el pueblo de Cuba.
Ellos fueron condenados por combatir el terrorismo que ha sido promovido
por sucesivas administraciones norteamericanas y que ha causado muerte y
dolor a varias generaciones cubanas a lo largo de más de medio siglo.
La perpetuación del castigo contra ellos significa que esa política
criminal sigue vigente y continúa como una grave amenaza sobre los
cubanos y las cubanas de hoy y de mañana. No es razonable imaginar una
mejor relación entre ambos países mientras esta situación persista.
Obama sabe que mejorar las relaciones con Cuba es un factor importante
para una vinculación constructiva y respetuosa con los países de América Latina y el Caribe, algo que él ha declarado como uno de los objetivos de su gobierno.
Para
convencer al Presidente es necesario que el caso de los Cinco sea
verdaderamente una causa que interese y motive a millones de
norteamericanos que desgraciadamente, hay que reconocerlo, poco o nada
conocen al respecto, porque se les ha prohibido acceder a ella. Es
grande la tarea para quienes se empeñan en liberarlos.
El líder histórico de la Revolución cubana, el compañero Fidel Castro,
en discurso memorable proclamó: “Solo les digo una cosa: Volverán”.
Pero no se trata de esperar a que vuelvan. Se trata de hacerlos volver,
usando los instrumentos al alcance de cada cual, desde las acciones
solidarias en las calles, hasta el rezo, la poesía y la canción. Que
cada cual se plantee con toda sinceridad la pregunta que se hacen los
niños de La Colmenita en la hermosa obra Abracadabra: “¿Y ahora qué más podemos hacer?”
Es
un desafío que reclama voluntad de acero y requiere también creatividad
en el uso de todas las vías alternativas que ofrecen las nuevas
tecnologías de la comunicación para derribar el muro de silencio que
levantan los monopolios mediáticos.
Solo
así podrá constituirse ese jurado de millones. Es una pelea difícil
pero que puede culminar con la victoria. “Porque nada hay encubierto,
que no haya de descubrirse; ni oculto, que no haya de saberse. Por
tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que
habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas”
(San Lucas 12, 2.3).
Bibliografía
-
U.S. District Court for the Southern District of Florida. United States vs. Gerardo Hernández et al.
-
Transcript of Trial before the Honorable Joan A. Lenard.
-
Transcript of Sentencing Hearings before the Honorable Joan A. Lenard.
-
U.S.
Government Emergency Petition for Writ of Prohibition before the U.S.
Court of Appeals for the Eleventh Circuit, May 30, 2001
-
United States Court of Appeals for the Eleventh Circuit No. 01-17176, 0311087, August 9, 2005
-
Martin Garbus: Declaración Jurada, 17 de agosto de 2012.
-
Martin
Garbus: Memorándum de Respuesta a nombre de Gerardo Hernández
solicitando que se anulen su condena y sentencia o, en su defecto, se
haga cumplir la acción exhibitoria y se le conceda una audiencia oral,
31 de agosto de 2012.
Estos
dos últimos documentos, suscritos por Garbus y sus anexos con copiosa
información son parte de la petición de Habeas Corpus y están
registrados ante la Corte del Distrito Sur de la Florida (Case No. 1. 10-CV-21957- JAL Criminal Case No. 98-721- Cr. Lenard)
El Gobierno de EE.UU. ha solicitado eliminarlos, hacerlos desaparecer (Motion to Strike).
1.
En la fecha de publicación de este trabajo (mayo de 2013) ya rené
González se encuentra de regreso de manera permanente en Cuba, luego de
cumplir con el trámite de renunciar a la ciudadanía estadounidense.
(N.E)
Ensayo presentado al concurso internacional Pensar a Contracorriente, y que recibió Mención del Jurado, durante la 22 Feria Internacional del Libro de La Habana.
Tomado de La Jiribilla, con imagen del Periódico Trabajadores