Este
podría ser un gran titular para los medios del corazón, que hacen del
chisme toda una pirotecnia de la espectacularidad fatua. Que el ahora
Héroe de la República de Cuba y uno de los Cinco cubanos presos injustamente en
cárceles norteamericanas ande con dos novias del brazo y no se esconda,
podría ser noticia de primera plana en cualesquiera de esos diarios
que, a dentelladas mediáticas, han tratado de ocultar la verdad de la
causa y la lucha antiterrorista de estos hombres, quienes, tras las
frías y duras rejas del imperio, han sabido ser la indoblegable Cuba
resumida en Cinco sencillas vidas, en Cinco puntas de una estrella que
pone alma a la fidelidad de un pueblo.
El lugar donde mi cámara lo atrapó en sus ternuras no era un
rincón oscuro, sino un salón tremendamente iluminado. Mas, cuando entró
él con sus dos quereres, aquellas cientos de bombillas quedaron ciegas.
La luminosidad de la felicidad que lo embarga, junto a sus dos mujeres,
se trasmuta en un raro resplandor que no hay palabras que puedan
describirlo. Solo se siente y cala hondo en quienes le admiramos.
De
un lado Olga, la fiel esposa que ya no lleva en su rostro la huella de
la angustia que tanto me dolió la primera vez en que, frente a frente,
durante un encuentro, su mano con mi mano, en un leve estrechón, era
frío mármol herido por la impotencia. Del otro, Irma, su madre, quien
desde el silencio de esa sencillez que siempre la ha adornado, de
poquísimas palabras quizá porque la voz se le hacía un nudo marinero,
visiblemente emocionada, sana, ahora con el reencuentro, la llaga con
que el vil yanqui la marcó para siempre.
No era un acto oficial.
Era simplemente un encuentro con amigos que, desde una confesión de fe
ecuménica, acompañaron y acompañan, con sus oraciones y acciones
solidarias, a estas familias que sufren. La radiante cara de los tres
fue el brillo del diamante que, tras el sufrimiento de la talla, esparce
sus destellos. Sentados, René
sostenía, con igual pasión, la mano de ambas novias. Las miraba, a una y
a otra, como queriendo saber que no soñaba, que estaba allí después de
tanto encierro, que el sueño recurrente del encuentro con sus seres
queridos y su pueblo, el cual tantas veces lo despertó desde la cárcel
con un sabor amargo en la boca, ahora era cierto.
Soñar es un
recurso de supervivencia. Contó que la misma pesadilla le acosó por 15
años; estaba en Cuba, caminaba sus calles, cuando una voz le decía que
no, que era mentira. O creerse amanecer en su cama, abrazado a Olga, y
al abrir los ojos tenía ante sí solo la fría celda con su reja. "Y no
podemos olvidar, que nuestros cuatro hermanos están pasando por lo
mismo. Es por eso que la lucha continúa", dijo con un tono de cuarteada
joya, mientras el rostro de la Patria, en las madres de sus compañeros
—aún presos— que le acompañaban, dejaba escapar una lágrima de dolor y
de rabia.
Sentí que René me abrazaba como al hermano que
descubre, y guardo solo una pregunta para la entrevista prometida —a
riesgo de que me la plagien los colegas— cuando venga a la provincia:
Cómo fue esa primera mañana en que amaneció en su cuarto de La Habana,
estiró una mano y supo que Olga no era un espejismo, que estaba allí,
tan palpable y pura como las sábanas, deshaciéndose en hilillos de
ternura que bordaban el lienzo con un olor a gloria indescifrable. O a
qué le supo ese primer buchito de café hecho por su gran amor, al vaciar
la taza que le entregaran las temblorosas manos de Irma, a contraluz
descubriera en la porcelana un corazón recuperado del naufragio.
Esa
noche, el héroe, tan humano, tangible y sencillo, dejó en nosotros la
evidencia de que el amor, a pesar de las distancias, puede ser un viaje a
las esencias, una transfusión del espíritu acercándote a casa; esa que
no solo son las paredes y el techo, sino el regazo maternal o los
indetenibles pechos de la amada, la rebelde algarabía de los hijos y
hasta el retoñar de un nieto; el bullicio de las calles en Diez de
Octubre o en el Cerro; el Cristo de La Habana, admirado ante el
barroquismo de un Portocarrero
en lontananza, pintado por profusión de balcones, cornisas y
balaustradas que el tiempo entinta de grises; el abrazo en cada esquina;
el malecón poseído por las olas.
Terminado el encuentro, las
luces del salón quedaron mudas. En el aire aún vibraba la magnitud del
aplauso. Su perfil leonino, con ojos como el mar de La Habana, y sus
palabras que nos llevábamos todos, eran el mejor regalo de la noche:
"Volcaron en nosotros todo su odio, pero hemos vivido el martirio
gozosos, porque lo que sí no han podido encerrarnos es el espíritu."
Se
fue René con sus dos novias Rampa abajo, mientras le envidiaba yo,
sanamente, el vivir con tanto amor a pesar de los grilletes rotos, y me
quedaba con una imagen que ahora es mía; su mano izquierda, apretando la
de Olga en conexión infinita, que puso a prueba la dureza del metal del
amor sobre la fragua. La de su madre, sobre su mano derecha, una paloma
acunando aún su cría, con un aire de feliz mansedumbre, que solo lo da
el orgullo de tener al hijo que desde el vientre soñamos.
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